Durante la década de los 70, el precio del petróleo experimentó un aumento sin precedentes debido a diversos factores. Uno de los aspectos clave fue la consolidación del poder de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) que, a partir de 1973, limitó la oferta y ejerció control directo sobre los precios. La decisión de la OPEP de imponer un embargo a los países que apoyaron a Israel en la Guerra del Yom Kippur, particularmente a Estados Unidos y algunos países de Europa, fue determinante para Venezuela. Entre 1972 y 1974 el precio internacional del barril se cuadruplicó, pasando de un promedio de 2.5 dólares a 11.58 dólares.
Entre 1979 y 1980 la situación geopolítica disparó nuevamente los precios: la revolución iraní y la posterior guerra Irán-Irak redujeron la producción y exportaciones en una de las principales regiones productoras del mundo, llevando el barril hasta un máximo de cotización de 41 dólares, según los acuerdos de la OPEP en la Conferencia de Balí. Este contexto internacional resultó muy positivo para países productores como Venezuela, cuyos ingresos se multiplicaron considerablemente.
Para celebrar la nacionalización de la industria del petróleo, el gobierno ordenó que, en menos de un mes, se acuñara una moneda de 500 bolívares. Sólo se realizaron 100 piezas para los asistentes al evento conmemorativo.
La Venezuela Saudita, como muchos empezaron a conocer al país debido a la bonanza económica, permitía a la mayoría de sus ciudadanos vivir cómodamente. La clase media venezolana alcanzó los niveles de vida de una sociedad consumidora del primer mundo. El popular cambio del dólar a 4.30 bolívares, permitió que muchos ciudadanos pudieran viajar a Miami como actividad de fin de semana para visitar sus propiedades vacacionales, comprar mercancía para revender y conocer Disneyworld.
El derroche se hizo cultura en un país de economía rentista, donde el “’ta barato, dame dos” era el lema por excelencia del venezolano al salir de compras.
Al escuchar las noticias de la gran prosperidad económica venezolana, muchos colombianos decidieron migrar, en busca de una oportunidad para mejorar sus condiciones de vida. Entre ellos, mis abuelos: Emiliano Candezano y Rosana Sánchez de Candezano.
Primero migró mi abuela, en 1976; la siguió mi abuelo en 1979, y en 1982 llevaron a sus hijas Claudia y María Fernanda. Mi abuela trabajaba como empleada doméstica en Caracas, pero se trasladó a Valencia, ciudad a la que llegaron su esposo e hijas, dado que la hermana de mi abuelo vivía allá.